El carrusel de parque Element - (cuento - Mención en el Concurso Nacional de Literatura de Tres de Febrero 2016)

El pequeño Benny había sido la vergüenza de la familia desde recién salido de la panza. Apenas nacido los médicos habían intentado moverle las extremidades, se lo pasaron uno a otro incluso antes de cortarle el cordón, pero no había manera de flexionar ese bebé tieso, y desde entonces los médicos habían fundado en la ciudad la historia de que Sylvia había parido un muñeco. Aquello hundió a Sylvia en un contemplativo silencio, como se hunde una madre que ve morir un hijo. Pero Benny estaba bien vivo, y ella decidió ocultarlo. No quiso que nadie más lo viera. Para las visitas, él siempre estaba dormido. Llegó a negarle la leche de su cuerpo; los médicos consiguieron una institutriz para que lo amamantara antes de que se volviera un niño anémico.
Pero al tiempo el pequeño Benny empezó a mover las piernas. Era como si el aire húmedo de los paseos por las tardes le hubiera ablandado los músculos. Y más adelante, apenas pudo pararse, se largó a caminar. Todos creyeron que era un milagro. Un día tropezó en el jardín mientras saltaba entre los arbustos, y al caer se cubrió ágilmente la cara con las manos. Y aunque quedó tendido en el pasto, raspado y graznando, Sylvia gritó que por fin su hijo era un niño normal y lloró abrazada a la institutriz. Entre las dos lo limpiaron y lo apretujaron sobre los pechos.
––Solo faltaría tener a Thomas con nosotros ––dijo Sylvia añorando a su marido, que se había marchado al norte de Francia con la flota real y aún no habían recibido noticias de él.
En cuanto a Benny, aquel milagro del movimiento se esfumó en cuanto la institutriz tuvo la tarea de enseñarle a hablar. Una tarde, después de haberle sacado unos gemidos, la institutriz creyó oírle la primera palabra. Había sido como un bramido de bebé de elefante. Fue el primer sonido de Benny, pero eso era todo lo que en adelante saldría de sus labios: un quejido de foca moribunda. Algunos decían que parecía más bien el chillido de un cerdo, pero la institutriz insistía en que era de foca. Ella lo hacía aplaudir con las manos cruzadas y todos lo festejaban. La hermana mayor, Harriet, se mataba de la risa con la monería. Benny lo entendía y la repetía una y otra vez, pero al tiempo Harriet oyó que la gente grande se refería a su hermano como la foca.
Sylvia no pudo soportar la nueva humillación. Con el tiempo, volvió a dejar a su hijo de lado. Deambulaba cabizbaja por la casa, enceguecida y muda, aunque cada tanto Harriet la oía balbucear sentada en su cama frente a la foto de Thomas.
La llegada de un nuevo invierno recluyó a la familia dentro de la casa. En los periódicos decían que la Marina ya no podría sobrevivir al frío en el norte de Francia. La institutriz le prohibió a Harriet seguir leyendo las noticias, y mucho menos le permitió transmitírselas a Sylvia, que se la pasaba en los pastizales del jardín durante el día, y por las noches recorría sola los pasillos hasta que le daba sueño y se acostaba a dormir. No entraba al cuarto de Benny. Apenas si lo veía a la hora de cenar. Y si bien dentro de la casa se había instalado una calma que podía durar años, Harriet, con una inquietud que crecía como la llegada de la primavera, recordaba lo que las compañeras de piano habían dicho sobre un tal señor Belford.
––Si el señor Belford no te come ––le había dicho una compañera al salir de clase un sábado de mediados de marzo––, es porque sos una nena bien formada.
––¿Bien formada? ––preguntó Harriet.
––Una nena normal ––dijo la compañera respirando el aire tibio con la nariz colorada del polen, practicando digitación en un piano imaginario. ––Al hijo de Lord Gray se lo comió cuando tenía tres meses. Dicen que había nacido con los dedos pegados, pegados como un pingüino. ––Y levantó la mano con los dedos juntos y los movió como una aleta.
––¿Pero por qué iría a comerse a Benny? ––dijo Harriet.
––Todos sabemos por qué ––dijo la compañera, y agregó––: Al hijo de los Jones, el de la cara de galleta que era mudo y se babeaba, lo llevaron una noche al parque Element, y dicen que se lo dieron al señor Belford y él se lo llevó y lo guardó en una puertita adentro del carrusel, y lo tuvo ahí escondido hasta que se lo comió todo sin dejar ni los huesos. Aunque supongo que si alguien abre la puertita para ver si están...  Bueno, yo ni loca abro esa puertita.
Harriet hizo una mueca de náuseas.
––¿Y los nenes normales no le gustan? ––preguntó––. ¿Por qué no puede comernos a nosotras también?
––Supongo que le gustamos todos, pero los grandes no le entregan a las que están bien. Por eso el señor Belford nunca va a comerte ni a vos ni a mí. Estás a salvo. Pero nadie quiere tener uno como tu hermano. Si yo fuera tu mamá, seguro le llevaría a tu hermano Benny.
––¿Qué tiene de malo mi hermano Benny? ––Harriet lo sabía, pero hizo un esfuerzo por no llorar.
––Tu hermano no sabe hablar. Todos saben que Benny la foca hace jouuu-jouuu cuando habla.
Desde entonces, cada noche Harriet vigiló a su mamá. La oía llorar en su cuarto pronunciando una U larga y acuosa, y entre cada sollozo repetía el nombre de Thomas, repetía el nombre de su esposo como si evocándolo en el silencio de la casa pudiera hacerlo volver de la campaña. Harriet también empezó a pedir por su papá. Que volviera pronto a casa y les hablara de la guerra como algo lejano, que la reina le diera una medalla y por fin los cuatro pudieran ser una familia normal.
Normal.
Esa era la palabra que la había mantenido a Harriet despierta la madrugada que corrió hacia el parque Element. Había sentido los pasos de su mamá saliendo de la habitación. Después sintió la puerta de Benny, distinguió los ronquidos de su hermano cortarse bruscamente, y luego los oyó a los dos salir de casa.
Harriet se vistió y salió tras ellos. Aún le costaba creer lo que sospechaba. Si lo creía, se llenaría de terror. Siguió a su mamá y a Benny de cerca, ayudada por la luz de los faroles en los jardines o por la linterna de alguna diligencia que pasara tirada por un cochero somnoliento. La esperanza de que mamá y Benny desviaran el camino se deshizo cuando tomaron por el terraplén de entrada al parque. Harriet entonces arrolló su vestido sobre los muslos y se largó a correr los últimos metros por el sendero que llevaba al carrusel.
Al divisar el contorno de madera y hierro, los caballos subibajas recortados en la oscuridad, Harriet se detuvo ante la idea de que Belford también la esperara. Pero Belford no se dejaba ver. Sylvia y Benny, parados frente al carrusel, no oyeron el grito atragantado de Harriet cuando las luces del carrusel se encendieron con un estallido. Harriet tuvo que cubrirse los ojos para poder ver a través del resplandor: Benny se echó hacia atrás como sorprendido, zapateó en la tierra y tironeó del brazo de Sylvia. El carrusel dio unas vueltas truncas, los engranajes crujieron, Benny chilló desesperado por subir. Aplaudió con las manos cruzadas al ver un corcel marrón caoba. Lo señaló gimiendo como una foca. A ese quería subirse. Sylvia le echó una última mirada y lo dejó ir. Benny subió al corcel de un salto, le frotó las crines, le acarició el lomo como si le sintiera el calor. La madera del animal era tan lustrosa que podría henchirse y cabalgar. Benny aulló de alegría y saludó a Sylvia con los brazos en alto hasta desaparecer por el lado invisible del carrusel.


Clavelina en la puerta (cuento – 2do premio en el Concurso Nacional de literatura UPCN 2014)

Antes de que me ponga viejo y la cabeza se me vaya para cualquier lado y pierda la visión clara de algunos recuerdos fundamentales de mi vida ––aunque faltan muchos años para ponerme viejo, pero no crean que eso no me preocupa––, bien, antes de que me ponga viejo quiero contarles la historia del Polaco Adrián; mejor dicho, mí historia con el Polaco Adrián, el anciano que atendí en las últimas guardias nocturnas antes de que me echaran del hospital.
Ocurrió hace ya varios años, pero no puedo decir con exactitud cuántos años fueron porque en aquella época me la pasaba metiéndome ácido y pasta y coca por la nariz. Cocaína, sí. No me avergüenza decirlo. Tampoco lo digo con orgullo, pero, en fin, ya lo hice y no lo puedo cambiar, y hoy en día estoy limpio.
Como dije, el Polaco Adrián fue el último paciente que me tocó atender antes de que me echaran, y esta historia quiero dejarla por escrito porque en aquel entonces, cuando me despidieron, nadie me la creyó. A mis amigos, que estaban conmigo en esa vida de fiestas, noches y excesos, a mis amigos les encantó la historia, pero al día de hoy todavía dudo que me la hayan creído. Supongo que me la festejaron por ser unos drogones perdidos igual que yo.
Mi familia, bien, gracias. Ellos nunca se preocuparon por averiguar si lo que digo es cierto, y ni siquiera se preocuparon cuando me despidieron por más que yo  estuviera pasándola fulera limosneando en la calle de día y yendo a lo de algún ocasional amigo a dormir por las noches. No, para ellos la historia del Polaco Adrián también fue una fantasía mía de drogadicto perdido, pero, a diferencia de mis amigos, a ellos no les causó ninguna gracia.
Que se arreglen. Alguna vez van a tener que volver a hablarme.
Yo, por mi parte, pude salir del pozo: un amigo ––uno de verdad, no los de la noche–– me recomendó a un pariente suyo dueño de un laboratorio de análisis clínicos donde me pusieron a hacer papeleo de oficina que no me gustaba para nada pero, en fin, esto no tiene ninguna importancia. Lo importante es que conseguí trabajo, salí del agujero y pude devolverle a mi vida cierta digna estabilidad. Así que un día me compré una computadora donde me puse a escribir las cosas importantes de mi vida y, bien, acá estoy, y juro que a partir de este momento todo lo que voy a contar es la pura verdad.
El Polaco Adrián cayó en mi guardia una madrugada de domingo que hasta el momento había sido tranquila. El tipo entró moribundo, pero no me pidan que cuente cuál era su patología porque entraríamos en aburridos tecnicismos y, además, no lo recuerdo bien. El Polaco estaba grave, ¿de acuerdo? Y cuando lo dejaron en su habitación y todos se fueron y yo quedé solo con él en el cuarto, el Polaco Adrián abrió los ojos y me llamó con la mano para que me acercara.
Así que me le puse al lado y el Polaco dijo:
––En cualquier momento viene Clavelina.
Y yo le dije: 
––¿Quién?
––Clavelina.
––Qué nombre más raro es ese.
––Se lo puse yo––dijo el Polaco––. Ella se llamaba Adelina, pero yo le puse Clavelina. Es más lindo, ¿no?
––Sí.
––En cualquier momento viene.
A mí no me parecía que Clavelina fuera a aparecerse a esa hora de la madrugada en el hospital, ¿pero por qué iba a tirarle la ilusión por el piso al pobre viejo? Así que no dije nada, le puse la tele sin volumen y el tipo la miró desinteresado hasta que se durmió.
La madrugada siguiente el viejo estaba más animado. No es que estuviera poniéndose mejor de salud, pero, qué se yo, al tipo se le había dado por estar de buen humor.
––Hoy seguro que viene Clavelina ––dijo, y me pidió que le encendiera la tele––. Poneme ese canal de las películas.
––¿Cuál canal?
––El de las películas. Ese de las películas que bailan.
Yo no sabía de qué canal me hablaba, así que me puse a cambiar los canales hasta que una película en blanco y negro apareció en el canal Volver y el Polaco dijo que me detuviera ahí. Miró la pantalla como quien mira un amanecer en el Mediterráneo.
––Clavelina amaba esta película ––dijo el viejo—. Se la sabía de memoria.
––Me imagino ––dije––. ¿Clavelina es tu esposa?
––Nooo, qué va ––dijo el Polaco, y sonrió un poco y tosió––. Fue mi noviecita de pibe. De pibe como vos. ¿Cómo te llamás?
––Julián.
––Ah... Si vos vieras lo linda que era Clavelina. Le encantaban las películas y los musicales y nos la pasábamos yendo de un cine a otro y eso era lo único que hacíamos. Pero después ella me dejó porque estaba muy concentrada en su carrera.
––¿Actriz?
––Bailarina. ––Hizo un firulete con la mano––. Ella quería ser bailarina. Practicaba todos los días en una academia de Flores y yo iba a buscarla y de ahí nos íbamos al cine. Nos mirábamos todas la películas, las conocíamos a todas y éramos felices. Pero en realidad ella estaba mal porque en esa academia de mierda le decían que no era buena bailando. Y por culpa de esos brutos un día ella me dijo "Adrián, me voy a Francia a estudiar baile". Y se fue. Pero seguro que ahora viene a buscarme.
Por supuesto que pasaron los días y Clavelina nunca apareció.
A mí, como siempre, me iba matando el cansancio de la semana, y generalmente los jueves o los viernes iba a hacer mis guardias ya con varias líneas de falopa adentro. Y yo no sé si el Polaco Adrián se daba cuenta de esto o no, pero una noche que yo estaba bastante pasado dijo algo que me llamó la atención. El tipo seguía dándole a la lata con lo de Clavelina: que Clavelina esto, Clavelina lo otro, que ya va a venir, ya va a venir. Yo, como ya no le prestaba atención, me puse a hacer mis cosas, y se ve que el Polaco me vio inquieto y excitado porque dejó de hablar de Clavelina y dijo:
––Vos deberías hacer algo productivo con tu vida, pibe.
¿Qué carajo iba a importarle al viejo lo que yo hacía con mi vida?
Se la dejé pasar: no iba a discutir con un anciano delirante. Así que volvió a ponerse denso con Clavelina hasta que le puse el canal Volver y, otra vez ––como si hubiera descubierto la forma de que el viejo dejara de hincharme las pelotas––, se durmió.
Después vino una semana en que no tuve guardias, así que me la pasé yendo al hospital en el turno de la tarde y a la noche me ponía duro en mi casa o me tomaba una pasta con los chicos en el bar. No volví a pensar en el viejo, y supuse que por su avanzado estado de deterioro ya debería haber muerto.
Pero no.
El sábado siguiente me tocó guardia, pero como la guardia recién arrancaba a la medianoche me di una vuelta por el bar para emborracharme con los chicos; nos dimos unos chutes, fumamos marihuana buena y después ellos se fueron al boliche y yo me fui al hospital.
Apenas entré en la habitación del Polaco, el viejo me la siguió con la perorata de lo que yo debería hacer con mi vida, como si aquella charla hubiera quedado trunca en el momento en que me fui la semana anterior y para el viejo no hubiera pasado el tiempo.
––Vos no estás bien, pibe ––dijo.
Tenía razón. Pero no iba a contarle todo lo que había estado metiéndome en el bar con los chicos; le dije que había tenido un día pesado y que seguramente me quedaría dormido haciendo la guardia.
Pero el Polaco se enojó:
––Vos tenés que estar despierto para cuando venga Clavelina.
Así que eso terminó por cansarme.
––Mirá, viejo ––le dije––, no creo que Clavelina venga a buscarte. Muchas veces la gente espera a alguien que al final nunca viene. Lo sé por experiencia. Muchos se murieron acá esperando que el amor de su vida venga a buscarlos, y yo te puedo asegurar que ese amor nunca llegó.
––No entendés nada, pendejo.
––Voy a encender la tele...
––Dejame de tele ––dijo el Polaco Adrián––. No quiero nada de tele. Y mucho menos quiero escucharte a vos, pendejo, dándome consejos. ¿Pero qué te creés? ¿Que vas a darme lecciones de vida? No entendés nada. Si te esforzaras la mitad de lo que se esforzaba Clavelina por hacer algo con su vida, por ser alguien, por ser la mejor bailarina del mundo y que todos la aplaudieran y la amaran y se enamoraran de ella.
––Se ve que muy bien no le fue ––dije, pero intenté decirlo en broma para que el viejo no se encabronara; después puse de todas maneras la tele en el canal Volver, y al Polaco pareció gustarle, porque se calmó.
––Tenés razón ––dijo––. No es la mejor del mundo. Nadie la conoce. Pero seguro que todavía sigue practicando y tratando de ser la mejor. Eso lo sé. Y seguro que ahora viene a buscarme. Ahora vuelve de Francia y viene a buscarme.
––¿Hace mucho que no la ves?
––Nunca más la vi ––dijo el viejo, y perdió la vista en la pantalla del canal Volver donde pasaban una vieja comedia musical con Niní Marshall como cantante––. Mirá que linda estaba Niní en esa película. Ella sí que era buena. Clavelina una vez la conoció, ¿sabés? Y Niní le prometió que le tomaría una audición y que la llevaría al cine como una de sus bailarinas, y no sabés lo contenta que se puso Clavelina cuando vino a contármelo. Pero después, cuando bailó en la audición, no le gustó a nadie, y ella dijo que era amiga de Niní Marshall y que Niní Marshall la había recomendado, pero Niní no se apareció por ningún lado y a Clavelina le dijeron que se fuera a su casa.
Linda historia, pensé, pero me dio un ataque de empatía o de lástima o algo así, y quería que el viejo de una vez reaccionara.
––Adrián ––le dije––, Clavelina no va a venir. Ni siquiera debe saber que estás acá internado.
––Sí que sabe ––dijo el viejo, y señaló el televisor––: ahí está.
Miré la pantalla y vi a Niní Marshall en primer plano cantando un valsecito dulce y triste. Detrás de ella, un trío de bailarinas con vestidos de campana y suecos y rodetes encintados llenos de parafina hacían una coreografía de pasitos cortos y manitos al compás.
El Polaco Adrían se sentó en la cama, y con la voz quebrada me dijo "mirala, mirala ahí está", y me señaló a la bailarina de la izquierda, la más linda de las tres, más linda que Niní Marshall, Clavelina bailando en la pantalla más linda que todas las bailarinas que yo había visto en mi vida.
––Qué bien baila, viejo ––dije, y me acerqué a él en la cama––. ¡Qué bien baila Clavelina!
––Lo logró, pibe ––dijo el Polaco, y me abrazó y yo también lo abracé y dejé que se levantara de la cama––. Yo sabía, yo sabía que lo iba a lograr. ––Y el viejo se puso a bailar en la habitación y copiaba los pasos de Clavelina y cantaba igual que Niní.
Yo me senté en la cama y me puse a aplaudir y también tarareaba la canción aunque no me sabía la letra, y al fin creí que Clavelina se aparecería en la puerta y le diría al viejo "vamos, volvamos a casa" y el viejo se podría tan feliz que rompería en llanto y se iría con ella y yo me quedaría solo en la habitación y llorando, llorando por la felicidad del viejo.
Me di vuelta y el viejo bailaba como el que baila sin dolores, y cerré los ojos y me sequé las lágrimas y cuando los volví a abrir el Polaco Adrián bailaba junto a Clavelina en la película, uno junto al otro siguiendo la coreografía a la perfección, sonriendo a la cámara con la alegría de antaño, la alegría de los días de Clavelina y el viejo de la mano por las calles de la ciudad.
––Que suerte tuviste, viejito ––dije, y descorrí las sábanas y me acosté en la cama y me dormí.    
A la mañana siguiente, antes de que me echaran de la habitación y del hospital, me desperté con el ruido de la puerta y con la enfermera que me sacudió del hombro.
––Cinco y media ––dije, cuando me preguntó la hora de muerte del viejo.



Leche amarga (cuento - 1° premio en el Concurso Nacional UPCN 2012)

Pedro atajó su casco del viento y se acurrucó como pudo en la trinchera inundada. La gruesa lluvia que en los últimos días había caído en las islas azotaba duramente la posición del monte, mucho más duramente que los helicópteros enemigos, que seguían pasando sobre las cabezas del grupo sin disparar un solo tiro.
—Me gustaría saber qué carajo están haciendo esos pelotudos, que no disparan —dijo Baldini—. Todo el día revoloteando con esas mierdas de helicópteros.
—Y seguro que nos descubrieron, Teniente —dijo Ríos, hambriento por derribar alguno—. Pasan lejos de nuestras antiaéreas para que no podamos tirarles.
Baldini lo calló de un manotazo en la nuca.
Pedro asomó su cabeza lo más a ras que pudo. Se embarró la frente, la nariz, y apoyó el mentón en el borde de la trinchera. El olor a barro y yuyos mojados lo llevó por un segundo al jardín de su casa, y rogó que por favor Memé no se olvidara de cortar el césped aunque tuviera que pasar la cortadora con Agustín en brazos. Cuando se sintió seguro, giró y quedó de frente al blanquecino cielo en el final de la tarde. Ya no recordaba si era el noveno, el décimo o el onceavo día de junio.
Qué importa, pensó. Las heladas del invierno están acá nomás.
Otro helicóptero Scut le zumbó por encima y desapareció tras la colina del oeste, al fondo de donde alcanzaba a ver.
Pero en poco rato ya no podrían ver nada, y si los Scuts volvían…
—¡Fuego a la izquierda, Teniente! —gritó uno antes de zambullirse en la trinchera—. ¡Están tirándole al Manco y a Luzuaga!
—¡Ya me parecía, la reputa madre! —dijo Baldini, reagrupando a los suyos como si fueran muñecos de trapo, sacudiéndolos del abrigo—. ¡No se muevan de acá, carajo! Estén listos para tirarle al primero que se asome.
—Es fuego de metralla, Teniente. Nos tiran desde los helicópteros —le informó Ríos—. No hay más tropa por ningún lado, no sé dónde estarán escondidos estos perros.
—Ya van a aparecer.
Pedro se resguardó de la balacera, que ahora picaba más cerca. Desde el aire, él y sus compañeros eran blanco fácil.
—¡Hay que salir! —Ríos intentó saltar la trinchera. El Teniente lo detuvo con la culata del fusil en el pecho.
—¡De acá no se me mueve nadie, carajo! —le gritó a Ríos y al resto de la tropa—. Pónganse a cubierto. Si estos hijos de puta no le pegan a nadie, al final se van a cansar y se las toman.
Pero el tiroteo se intensificaba; los pilotos ingleses parecían ajustar la puntería.
El Manco y Luzuaga saltaron de la trinchera izquierda y llegaron corriendo a la barraca central. El Manco se zambulló de cabeza, y Pedro tuvo que atajarlo para que no se estrellara contra la filosa arista de una piedra.
—Gracias, hermano —le dijo el otro, aliviado.
Algo más atrás, Luzuaga se trajo consigo el fuego enemigo y toda la atención del batallón inglés, que finalmente se dejó ver tras las rocas calcinadas de la explanada inferior. A los gritos, se lanzaron de sus puestos decididos a tomar la posición de Baldini.
—¡Vienen subiendo! —gritó Ríos.
—¡Ateeennnn-tos! —ordenó Baldini.
El pelotón apostó los fusiles de cara al enemigo.
Pedro buscó algún blanco que no se moviera mucho, algún gurkha demasiado valiente como para ponerse a resguardo.
A pocos metros, encontró uno. Sólo tuvo que girar sus hombros un poco a la derecha. Luego frunció el entrecejo y se acomodó en su fusil hasta que la mira cubrió por completo la cabeza de su objetivo.
Dudó un segundo —hasta ahora no había matado a nadie desde el desembarco—, y su blanco se avivó, lanzándose entonces cuerpo a tierra y apoyando su metralla en el barro. Pedro vio la profunda negrura del cañón inglés apuntándole justo en medio de los ojos.
Un segundo antes de los disparos, la imagen de Memé le recordó que, tarde o temprano, sea como fuere, debía volver a casa. Debía sobrevivir a la guerra el tiempo que durase, y nada de andar haciéndose el machito para quedar bien con nadie… que, si no, voy a tener que ocuparme sola de Agustín y sin vos no puedo, Pedrito.
En ese preciso momento, a dos mil kilómetros al norte, en pleno continente, Memé encendió la tele y se bajó el corpiño.
Agustín se prendió a la teta, y después de unos cuantos chupones cerró los ojos, como durmiendo pero sin dejar de mamar. Ella se sentó en el sillón y subió el volumen. Las noticias no mostraban nada nuevo; repetían las imágenes de la mañana, del día anterior y de toda la semana: el exitoso ataque de la Aviación contra el acorazado inglés, que habían logrado hundir. ¿Cuántos días más volverían a machacar con esas imágenes?
Memé se ilusionaba con que Pedro apareciera en la tele reporteado por algún periodista, saludando a la cámara abrazado a la tropa. Quería verlo, saber de él. Verlo triunfante.
Pero los de la tele eran unos necios que no mostraban nada.
Sonó el teléfono, y Memé no atendió. Seguramente era su madre, que la llamaba siempre a la hora del noticiero para pedirle que se dejara de joder con las noticias, que apagara mientras le daba teta a Agustín. Si no, pobre chico, iba a tomar leche amarga.
—Por qué no me dejará en paz —dijo, y cubrió los pies del nene con la almohada que dejaba en el sillón.
Pedro debía volver pronto y arreglar la estufa, que en la tele habían dicho que el frío se iba a venir bravo esta temporada. El mismo frío que seguramente ya asolaba las islas, tan solitarias al sur del océano.
En ese preciso momento, a dos mil kilómetros al sur, el agua helada en la trinchera le llegaba a Pedro hasta la cintura. Casi tuvo que sumergirse para esquivar la balacera. Por suerte logró disparar antes de cubrirse, y la cabeza agujereada de su enemigo se hundió en el lodazal aplastando su metralla.
—¡Ya vienen! —gritó Baldini.
El pelotón inglés superaba sin cuidado la poca resistencia del grupo. Pedro disparaba a ciegas, ya sin darle a nada. La noche era inminente. Ríos no aguantó más el encierro: saltó de la trinchera y trenzó su bayoneta en el hombro de un inglés, que trastabilló herido. Cuando el otro cayó al piso, sangrando, Ríos lo remató. Fue lo último que hizo antes de que una ráfaga de balas lo barriera de arriba abajo y cayera de rodillas primero, y de espaldas contra el barro después.
—¡Sigan meta bala! —arengaba Baldini.
Sus gritos se perdían en el ensordecido aire de las explosiones, que en la noche cerrada iluminaban las caras de cuanto inglés tuviera alrededor.
—¡No los dejen pasar! —seguía gritando el teniente.
El pelotón inglés pasaba igual, pasaba a toda velocidad pisoteando cabezas. Sólo algunos se detenían, y era para matar a los más reacios, o para capturar a quienes no se resistían. El resto seguía su corrida hasta reunirse con los helicópteros, que ya no disparaban, sino que aterrizaban en la cima del monte sin nadie entre ellos y Puerto Argentino. Puerto Argentino abajo y a lo lejos, entre la niebla y la oscuridad.
Las heridas en la pierna habían sacado de combate a Luzuaga antes de tiempo; un soldado inglés lo levantó a punta de pistola y lo arrastró hasta el resto de los prisioneros. Pedro quedó en la trinchera, solo y rodeado. Un inglés le empuñó su metralleta contra el pecho.
—Get out!
Pedro alzó los brazos y salió. Su casco cayó en el agua, y al volverse para recuperarlo vio cómo tres gurkhas sacudían del uniforme a Baldini a culatazos. Lo derribaron de los pelos, y ya en el piso lo cagaron a patadas, patadas que resonaban en el silencio final de la batalla. Lo último que se oyó en el monte, antes de que los ingleses ocuparan las posiciones, y los prisioneros emprendieran el camino a la base enemiga, fue el tiro que acalló por fin las suplicantes puteadas de Baldini.
La madrugada empezó en silencio, la neblina se aplacó.
Con las manos en la nuca, Pedro rascaba sus pelos dejando caer el barro seco dentro de su parka, empastándose entre la espalda y la musculosa. Memé la pondría en el lavarropas dentro de unos días, si es que la cosa no duraba demasiado.


Agustín roncaba desprendido de la teta; un hilito de baba y leche se le resecaba en las mejillas. Memé despertó de su duermevela en el sillón y apagó la tele, que había quedado encendida con el ruido de la pantalla sin señal. No tuvo ganas de levantarse ni de mover al bebé, no fuera cosa que se despertara. Sacó la almohada de los pies de Agustín, la puso en la cabecera del sillón y se acostó con cuidado. Cuando pudo acomodarse, recostó también al nene, que se quejó apenas.
Hacía frío, no podrían pasar la noche en el living. Memé finalmente se levantó y buscó una frazada, pero sólo tapó a Agustín y dejó que durmiera a sus anchas en el sillón hasta la próxima teta. Preparó café, y apenas terminó la taza supo que ya no dormiría el resto de la noche.
Al amanecer salió a la vereda. Sabía que Pedro no iba a aparecerse doblando la esquina, saludándola desde el fondo de la calle con sus medallas triunfantes tintineando al sol.
Pero igual salía. Y lo esperaba.



Llegaron a la base inglesa con la primera claridad, congelados y atravesados de calambres. Luzuaga no había resistido el dolor en las piernas, y se había dejado caer en alguno de los tramos entre el monte y la explanada. Pedro había querido detenerse a ayudarlo, pero a golpes lo obligaron a seguir. Y Luzuaga quedó atrás. Él no pudo saber qué le habría pasado, pero ya no estaba en la fila cuando llegaron a la base.
El campo de prisioneros desbordaba de soldados tras un alambrado de púas. El Manco, víctima de sí mismo, le dio una trompada de lleno en la cara al tipo que lo empujaba, y un grupo de soldados se le tiró encima para molerlo a botazos en las costillas.
—¡Paren, hijos de puta! —alcanzó a gritar Pedro, antes de que otro inglés lo despanzurrara enterrándole el kukri en el abdomen. El cuchillo entró caliente y salió resbaloso, limpio, tan rápido que la sangre tardó en asomarse desde el fondo de la herida que él inútilmente intentó aplastar antes de morirse.



Memé no había dormido esa noche, y tampoco durmió la noche siguiente ni las que vinieron. El nene andaba con el sueño intranquilo; ella sospechaba que tendría hambre, que quizá su pecho no lo saciaba. Ahora lloraba de nuevo, y Memé trató de calmarlo prendiéndolo a su teta en el sillón.
Encendió la tele.
“Comunicado del Estado Mayor Conjunto número 165. En el día de ayer, 14 de junio de 1982, se produjo la reunión entre el General Jeremy Moore y el General de Brigada Mario Benjamín Menéndez. En dicha reunión se labró un acta en la cual se establecen las condiciones de cese de fuego y retiro de tropas”.
Apagó.
Agustín hizo un provecho y se le acomodó en el hombro, ya casi dormido. Memé reposó la cabeza en el respaldo del sillón, y suspiró aliviada.
Quizá ya se esté volviendo, pensó.
Y se durmió con una sonrisa, imaginando la bienvenida.

Aquella Delia (cuento - mención del jurado en concurso literario de Metrovías)

Antes de que soplara las velitas, los tres dejamos que el abuelo se tomara todo el tiempo del mundo para pedir sus deseos. Cada vez éramos menos los que todavía íbamos a la casa del viejo a festejarle el cumpleaños. Al ver que tardaba en soplar, el tío Basilio rezongó muy bajito, pero yo lo oí. El abuelo, en la cabecera de la mesa, apagó por fin las velitas. Basilio se levantó y le palmeó la espalda, evitando tocarle la joroba.
—Feliz cumple, hermano —le dijo—. Ochenta y cinco pirulos, y estás hecho un pibe.
Al abuelo no le causó ninguna gracia la humorada.
Me levanté de mi lugar en la mesa, y en el camino me la llevé también a Claudia: un poco intimidada, apenas había hablado en toda la cena. No había sido buena idea presentársela al abuelo justo hoy.
—Feliz cumple, abuelo —dije, y le di un beso en la mejilla áspera como un trago de aguardiente.
—Muchas felicidades, don Augusto —le dijo Claudia con fría distancia.
El abuelo no la miró. En cambio, apartó la torta y apoyó las manos sobre la mesa, pensando quién sabe en qué.
Se formó un silencio muy espeso. Milagrosamente sonó el teléfono.
—Yo atiendo —dijo el abuelo, ganándonos a todos de mano, y desapareció tras la puerta de la cocina.
Apenas un segundo después, Claudia preguntó:
—¿Dije algo malo?
—¿Algo malo? —yo la miré—. No creo. ¿Por qué pensás eso?
—Si es por la cara de mi hermano, no te preocupes —la tranquilizó el tío Basilio—. Augusto es así: nunca sonríe. Siempre fue así.
—¿Siempre? —dijo Claudia—. Qué pena.
—Bueno, casi siempre —Basilio se acomodó en su respaldo como cuando está a punto de contar una vieja y larga historia. Si era la historia en que yo estaba pensando, me la conocía de memoria. Pero Claudia no—. Augusto no sonríe desde los diecinueve años —siguió diciendo el tío—, después de un viaje de trabajo a Puerto Madryn. Allí conoció a una chica, una tal Delia. Todas las tardes, no bien caía el sol, se escapaban a la costa y daban infinitas caminatas por las playas vírgenes. Nunca llegaron a besarse, ni siquiera a… intimar… Pero Augusto se enamoró perdidamente. Un día el viaje se le terminó, y antes de volver le propuso a Delia que se fuera con él a Buenos Aires.
—Y Delia le dijo que no —interrumpió Claudia, metida de lleno en la historia.
—Y Delia le dijo que no —asintió Basilio—. Mi hermano volvió de Madryn solo. Pero lo que volvió no era él. Era más bien un envase vacío, una carcasa: su corazón lo había perdido allá lejos, en las playas del sur. Desde entonces, nunca más sonrió. Se transformó en un tipo retraído, taciturno, que apenas te miraba a los ojos.
—Pero supongo que después de aquel desengaño habrá tenido otros amoríos —dijo Claudia.
—Por supuesto que los tuvo —Basilio me señaló como muestra del fruto de los otros amoríos de su hermano—. Pero esa chica de Puerto Madryn, esa Delia, fue su primer desengaño, su primer amor. A veces, en sus desvaríos de viejo gagá que cada tanto le agarran, escucho que la nombra y le pregunta si se acuerda de las caminatas, de los atardeceres. Y en la soledad del living todavía le reclama por qué no se vino con él a Buenos Aires, por qué tuvo que abandonarlo así.
—¡Eso es muy triste! —Claudia se tapó la boca al darse cuenta de que había gritado.
—A mi me da pena que el abuelo haya elegido pasar su vida de esa manera —acoté.
—Uno no elige cómo sentir —dijo Claudia con tono de reconvención—. Si tu abuelo llevó esa vida de espera y de nostalgia, fue porque le tocó vivir eso; no porque lo haya elegido.
Hicimos silencio.
El tío Basilio cortó unas porciones de torta y apartó la fuente con el resto.
—Para guardar en la heladera lo que queda —explicó.
El fantasma de la tal Delia había colado su bruma de tristeza en el cumpleaños, la misma bruma de tristeza que había esparcido en la vida del abuelo, que ahora seguía murmurándole al teléfono en el living oscuro. Apenas se lo oía.
Probé la torta para sentir algo dulce, pero Claudia ni la tocó. En cambio, el tío Basilio comió su porción entera. Incluso raspó el plato con el tenedor y todo. Pero no lo veía muy entusiasmado. No saboreaba. Supuse que pensaba en Delia. Qué distinto habría sido su hermano si aquella chiruza de Puerto Madryn se hubiese subido al micro con él.
—Esas cosas no se hacen —dijo, como para sí mismo.
—¿Cuáles cosas? —Claudia volvió de su nube de pensamientos.
—Esas cosas que hace la gente como Delia. Eso de prometer algo que no se puede cumplir.
—¿Cómo iba ella a saberlo? —dijo Claudia—. Quizá se dejó llevar por el amor que los dos sintieron en aquellas caminatas, pero quizás en el fondo sabía que sería imposible, que no podría irse a Buenos Aires con Augusto y abandonar toda su vida allá.
—Eso tendría que haberlo pensado antes —dije yo, y por la fulminante mirada de Claudia preferí no meter más bocadillos en el asunto.
—Lo que no entiendo —continuó ella, arrastrando su silla más cerca del tío Basilio—, es por qué don Augusto nunca la fue a buscar.
—¡Tenía demasiado miedo! —exclamó Basilio abriendo los brazos. Después se contrajo como un bicho bolita y susurró—: ¿Qué hubiera pasado si mi hermano iba hasta Puerto Madryn y no la encontraba por ningún lado? O peor aún: si la encontraba con otro. No, querida, mejor no. Prefirió quedarse a esperarla. Se quedó esperándola toda su vida, y yo un poco me quedé sin hermano.
El abuelo apareció por sorpresa en el vano de la puerta. La luz de la cocina resaltaba su erguido esqueleto contra la oscuridad del living, como si repentinamente se hubiese liberado del peso de su joroba, del dolor de sus rodillas y su reuma.
—¿Quién llamó al teléfono? —le preguntó Basilio.
Y dijo Augusto, incrédulo de sus mismas palabras:
—Delia. Delia llamó. Me invitó a salir.
Entonces, con un natural y olvidado movimiento que pareció dolerle en las mejillas, sonrió.

Olvidar a Mariel (cuento - publicado en diario Perfil, suplemento Cultura, 27/11/2011)


Paulo dejó la cama de Mariel sin hacer ruido. Ella dormía, pero no hacía falta despedirse: ya todo estaba dicho. Se habían separado. Cerró la puerta y, con la oreja pegada a la cerradura, escuchó el silencio dentro de la casa. Todo en orden. En puntitas de pie bajó los tres pisos por la escalera: el ascensor era demasiado ruidoso, ella podría despertarse y correr por el pasillo, gritarle desde arriba ¡esperá! ¡dónde vas! ¡volvé!.. pero qué iluso.
 Una vez en la calle, la fría madrugada lo engripó enseguida. Sólo llevaba de abrigo su remera. La nariz, ya enrojecida, le moqueaba, y no tenía ni un pañuelo. Tentado por las sábanas quizá todavía tibias de la cama de Mariel, pensó en volver al departamento; desechó la idea ni bien llegó a la estación.
 Tuvo suerte: el tren vino enseguida y vacío. Pensó que era lógico, nadie lo tomaría a las tres de la mañana. Mirando alrededor, algo desconfiado, subió, y caminó varios vagones buscando algún pasajero en quien refugiarse.
Nadie por ningún lado.
Recién adelante del convoy encontró sentada, de espaldas, a una rubia con su cabeza apoyada en la ventanilla. Fue a sentarse justo detrás de ella.
 En el aburrimiento del viaje se dejó llevar por la idea de encararla: hola, cómo estás, le diría; luego se bajarían en la misma estación, se besarían y, en una de esas, ella lo invitaría a su casa.
De pronto Paulo sacudió su cabeza y se retó por la distracción. ¡Ella podría bajarse en cualquier momento! Si iba a hablarle, tendría que ser ya.
Tomó coraje y se levantó. Amagó a sentarse al lado, pero a último momento el pudor lo mandó directamente al asiento de adelante. Quedó de espaldas a ella.
Qué boludo, pensó.
Envalentonado de nuevo, decidido a hablarle, se dio vuelta y encontró los ojos de ella fijos en él. Se quedó mudo, bloqueado. Del susto que tenía le sacó la mirada, y arrancó con las dudas: ¿me estaba mirando? Claro, cómo no iba a mirarme si soy la única persona en todo el vagón. Además, si me siento adelante de ella y me doy vuelta, no le quedaba otra más que mirarme. Eso no significa nada. ¿O si?
Giró su cabeza otra vez, y las miradas volvieron a cruzarse.
Entonces, con un movimiento rápido, casi imperceptible, se levantó de su asiento y fue a sentarse, por fin, al lado de ella.
Intentó hablarle, pero sólo pudo decir:
—Eeh…— y un escalofrío le cerró la garganta.
Ella sólo miraba al frente. Se mostraba nada más que de perfil: la nariz recta, la boca rosada, redondeadas y pálidas las mejillas, pálidas como leche. Paulo esperó que ella reaccionara, pero se dio cuenta de que nada en su semblante de estatua cambiaría.
El tren, a mitad de camino entre estaciones, amasaba los rieles a toda velocidad, convirtiendo los vagones una lata vacía de resonancia, lata gigante y plateada, cavernosa.
Miró a la chica una última vez, estudiándola: sus ojos claros no pestañaban. Aun tiesa, rígida, era hermosa. Su piel, delgada hasta la transparencia, dejaba ver en su interior una consistencia como de perla, sin huesos ni nada que la sostuviera. Sus piernas, saliendo de la pollera, se esfumaban en la negrura bajo los asientos.
Un inquietante deseo de besarla, de quedarse junto a ella, lo tomó por completo: en silencio la acompañaría en su armónico viaje. Nunca le contaría a nadie que la había conocido.
 —Quiero quedarme con vos —dijo él, aunque quedarse significara (lo presentía) quedarse para siempre.
 En Devoto, cinco estaciones antes de la suya, la besó muerto de miedo, y se bajó.
 No tomó otro tren hasta que se hizo de día.

La culpa del otro (cuento - 5° mención especial premio nacional de literatura de 3 de febrero)


Qué contentos se van a poner mamá y papá cuando vengan a despertarme a la mañana y vean lo que fui capaz de hacer. Anoche Ramón volvió a entrar a mi cuarto y se acostó al lado mío. No sé por qué, si él siempre dice que le doy asco, pero igual entró y me apoyó su boca en mi oreja y volvió a decirme basura, estorbo, lo de siempre. Yo apenas lo veía porque dejó la luz del baño encendida y la sonrisa de lagarto le brillaba. Su aliento a comida entre los dientes y el olor a alcohol transpirado me daban náuseas. Esta vez no me pegó… ¡qué borracho estaba! En la cena había tomado cerveza y mamá de nuevo discutió con él porque no dejaba de molestarme.
 —Miralo, está haciendo algo.
 —Dejalo en paz, Ramón.
 —Pero mirá, miralo bien. Parece que quiere hablar.
 —No puede, Ramón. Dejalo tranquilo.
 Lo que ella no sabe es que, cada vez que me defiende, Ramón se toma revancha a la noche molestándome en mi cuarto. Es como su rutina antes de ir acostarse al estudio donde mamá le armó una cama para que viva con nosotros. A papá no le gustó mucho la idea de tener a Ramón en casa, pero mamá le dijo que era su deber de hermana darle un techo hasta que consiga dónde ir. Papá aceptó, pero nunca se llevó bien con él, sobre todo desde la última pelea, cuando a papá lo llamaron de urgencia del hospital y no le quedó otra opción que pedirle a Ramón que me cuidara.
 Ese día, Ramón no me miró en toda la tarde. Se la pasó hojeando las revistas viejas de medicina que papá guarda en la biblioteca, mientras yo esperaba que en algún momento se acordara de cambiarme las bolsas y darme los remedios. Pero nada. Ni me miró. Y cuando llegó la hora de limpiarme, Ramón se quedó dormido en el sillón con la tele encendida, con el volumen tan alto que tuve que estirarme hasta el control remoto para apagarla. Hice tanto esfuerzo que me caí del andador y quedé en el piso hasta que papá volvió. Apenas entró en casa, agarró a Ramón de los pelos y lo despertó a patadas. Por suerte Ramón reaccionó sólo con excusas y no devolvía los golpes. Yo desde el piso vi cómo las patadas de papá chocaban contra Ramón hecho un bicho bolita, que aunque se cubría igual lloraba. Papá le gritaba hijo de puta, tenías que cuidarlo, ¡mañana mismo te vas de esta casa! Pero olvidaba subirme al andador y quedé en el piso hasta que se calmaron.
 No volvieron a hablarse.
 Lástima que mamá, que es tan buena, insistió en que su hermano se quedara.
 Mamá le aguantaba todo, incluso las miles de veces en que Ramón le recordaba lo feliz que ella era antes de tenerme, y cómo el tiempo la había entristecido hasta borrarle la sonrisa. Ramón afirmaba que la había perdido después de mi nacimiento. Ella le negaba todo, por supuesto, aunque mamá no es de reírse mucho y papá está tan cansado que apenas si pasa un rato conmigo. Ya no me pasea por el jardín ni me raspa las escamas como antes.
 No sé si mamá y papá me quieren, pero si tengo algo que decir de Ramón es que él me odió siempre y nunca lo ocultó. Quizás mamá y papá también me odien, por ser la carga de vergüenza que tienen que sobrellevar. Sólo espero que se pongan contentos cuando vengan a despertarme y tengan que levantar a Ramón del piso y sacarle el cuchillo de la garganta.